Juan Omar Celiz - Diciembre de 1998

Aquella mañana de octubre, Javier se levantó a duras penas para ir a trabajar. Había pasado una mala noche, había dormido sobresaltado y se sentía cansado, agotado. Abrió la ducha y se miró al espejo, se vio demacrado, se sintió extraño, con una sombra de barba que debería afeitar. Miró el reloj y se dio cuenta que ya no tendría tiempo. Se duchó rápido, se dirigió al dormitorio y mientras se vestía contempló a su esposa que dormía plácidamente y la envidió. Tomó el maletín y se dirigió al cuarto donde sus dos hijos también descansaban sin sobresaltos. La cuadra de distancia que lo separaba del colectivo le sirvió para reflexionar sobre su cansancio, la tardanza al trabajo, la cara de su jefe cuando llegase. –Esta noche me acuesto temprano- se dijo. Esperó el colectivo más de cinco minutos, subió y se corrió al fondo, estaba repleto como de costumbre. – Otro día viajando parado durante media hora- pensó. No pudo más que sorprenderse cuando en la primera parada, un anciano de traje gris se bajó apresurado. Javier se sentó y miró el reloj por enésima vez, se distrajo mirando por la ventanilla a la gente que caminaba apurada y muy lentamente, una pequeña somnolencia se fue apoderando de él hasta que se quedó profundamente dormido. Cuando despertó miró por la ventanilla y encontró un paisaje desconocido, calles desoladas de personas, sólo veía colectivos, automóviles y camiones que pasaban raudamente. Se acomodó en el asiento y comprobó que el colectivo estaba vacío, sólo veía al conductor. Miró nuevamente y maldijo haberse dormido, se había pasado de parada, se incorporó, tocó el timbre, el colectivo se detuvo y Javier bajó apresurado, miró su reloj nuevamente y se dio cuenta que ya hacía más de una hora que tenía que estar en el trabajo. Miró a su alrededor y se encontró solo, los edificios le parecían tan extraños que sentía no haber estado nunca en ese lugar. Comenzó a caminar por la acera mientras buscaba algún puesto de diarios para preguntar qué barrio era ese, pero todos los que pasó estaban cerrados. Enseguida se percató que también los comercios estaban cerrados, algo raro pasaba, no podía ser que iban a ser las nueve de la mañana y estuviese todo desierto como un domingo o un día feriado. Se paró esperando la luz verde del semáforo y notó que los autos pasaban tan rápidamente que no podía distinguir los rostros de los conductores. Observó detenidamente a un edificio que estaba en la ochava opuesta y no supo distinguir la arquitectura del mismo. Estaba tan confundido y tan hundido en sus pensamientos que no se dio cuenta cuando una combie se detuvo unos metros delante de él, el vehículo retrocedió y al bajarse el vidrio automático, se asomó el rostro de una mujer rubia que le gritaba que subiera. Sin meditarlo abrió la puerta y subió, se encontró con una mujer hermosa que sonreía.- ¿Qué haces en la calle?, no te acordas  que hoy no está permitido.  Javier la miró extrañado. - ¿Qué te pasa Javier?, ¿te sentís bien?, interrogó la mujer.- Estoy un poco cansado, respondió y miró por la ventanilla.- Ahora vamos a casa, almorzamos y después te dormís una buena siesta. Te dije anoche que te acostaras temprano, ¿cuándo le vas a hacer caso a tu mujer?

Javier se sobresaltó, si no había entendido mal, esa era su mujer. Tampoco pudo entender lo que ella dijo, que no estaba permitido andar por la calle. Se sentía extraño, confundido y hasta un poco desesperado, pero ante la duda, pensó que era mejor seguirle la corriente a esa mujer que lo miraba y le hablaba con infinita ternura. Llegaron a una casa de dos plantas, el portón del garaje se abrió automáticamente, bajaron de la combie y ella le pidió que la ayudara con unos paquetes que parecían regalos, entraron directamente a una habitación prolijamente decorada, ella indicó el camino y llegaron al dormitorio donde dejaron los paquetes en el piso. Ella se dejó caer en la cama, Javier la observó en silencio, ella arrojó sus zapatos y le estiró los brazos, casi sin darse cuenta él le respondió y se echó a su lado, miró sobre la mesa de luz y se encontró con un portarretratos que le mostraba la imagen de ellos dos juntos, a tres niñas rubias de distintas edades que sonreían. Ella notó lo que él miraba y reflexionó: - Cada día están más hermosas nuestras hijas. Javier asintió con la cabeza y sonrió. Ella lo abrazó fuertemente y se besaron apasionadamente, se acariciaron, se desvistieron y se amaron, se amaron con una pasión intensa y ardiente. Javier nunca había sentido lo que sintió en aquel momento, y se quedaron entrelazados fundiéndose en un solo cuerpo por un buen rato, hasta que otra vez empezó el juego de seducción y se volvieron a amar hasta quedar exhaustos. Luego de unos minutos, ella se levantó en busca de unos de los paquetes que había traído, Javier la observó y descubrió lo maravillosos de ese cuerpo de mujer con la que compartía el lecho y se sintió dichoso. Ella volvió con un paquete pequeño y se lo entregó sonriente.- Aunque vos nunca recordas la fecha de nuestro aniversario de casados… No importa, aquí está mi regalo, exclamó. Javier rompió el papel y encontró un fino estuche, lo abrió y encontró un reloj de oro con sus iniciales grabadas, la miró sin entender nada y le agradeció tímidamente. Ella se arrojó sobre él, lo besó tiernamente, le colocó el reloj en su muñeca, se acurrucó en sus brazos, y ambos se quedaron profundamente dormidos. 

Javier sintió que alguien lo zamarreaba, le costó abrir los ojos, cuando pudo hacerlo descubrió que se encontraba en el colectivo.- Vamos hombre, despierte, acá termina el recorrido, tiene que bajarse- le indicó el colectivero. Javier lo miró con los ojos llenos de asombro, tomó el maletín y se bajó lentamente. Caminó unos pasos, se refregó los ojos y vino a su mente la imagen de la hermosa mujer que no había dudas había estado en sus sueños, miró a su alrededor y se encontró con el paisaje de Parque Lezama, suspiró aliviado, que bueno era estar allí, y volvió a recordar ese sueño que le había parecido tan real. Cruzó la avenida y comenzó a caminar por el parque, se sentía agotado, no lo dudó y se sentó en uno de los bancos, le dolía todo el cuerpo, fue en ese instante que tomó conciencia que ya llegaría muy tarde a su trabajo, miró la hora y se encontró con el reloj de oro y sus relucientes iniciales.        

 

Juan Omar Celiz

Diciembre de 1998